martes, 24 de mayo de 2016

CUENTA DE COBRO (Cuento)



Con permiso, eh? No tardo, gracias y Eduardo Díaz se acostó en el frío ataúd que descansaba en la sala de la casa desde hacía dos meses y medio cuando comenzó a desear su muerte. Antes de cerrar la tapa, comenzó a dar órdenes.  Raquel,  su criada, lo observaba, como siempre, detrás de la puerta.
¡Que nadie me moleste! ¡Eduardo Díaz ya no existe! Ahora, cuando me acorralan las deudas y me echaron del trabajo, ¿qué más da acostarme  a descansar un poco más? A todos mis acreedores díganles que morí, que carezco de familia que les pueda pagar mis deudas. Que no molesten. Voy a morir de a poco para volver a nacer. ¡Creo en la sublime reencarnación! volveré a nacer en una vida distinta, sin las desgracias de esta. ¡No más borrascas!,  quiero otros mares tranquilos.
Raquel se dio cuenta que el patrón no estaba en sus cabales; siempre le había obedecido en todo, hasta en aquellos momentos en que se volvía un adolescente tierno y después de la cena jugaban a los enamorados. ¿Por qué contradecirlo ahora?
 Miró a lado y lado, santiguándose con profunda reverencia. Lentamente  cerró la tapa y el silencio invadió el recinto. Durante varias noches se le escuchó gritar por los pasillos de la casa ¿En dónde está mi desayuno? ¡Raquel, Raquel! Luego se duchaba y comenzaba una canción de cuna: Yo me llamo Odraude, Odraude Zaid, me gustan las vacas, las vacaciones, yo soy Odraude…
Los días fueron pasando y Raquel se convencía de que  Eduardo estaba muerto y que los ruidos nocturnos eran los de su alma, penando; por ese tiempo comenzó a sentir en su vientre unos ligeros movimientos que fueron acrecentándose con el transcurso de los días.
Cada mañana, Raquel llegaba hasta el ataúd, levantaba con cautela la tapa y regalaba a Eduardo una sonrisa y un tierno beso en la frente; cuando esto ocurría sentía el calor de su cuerpo  y notaba que manos y ojos se movían en señal de aceptación, pero sólo atinaba a pensar ¡Cuánto te amo!
Las noches siguientes se tornaron más largas,  los ruidos fueron disminuyendo y cuando Raquel  consideró oportuno comunicarle su embarazo,  bajó a la sala y en medio de la oscuridad  confesó:
Vas a ser padre, Eduardo, aquí tengo a nuestro hijo, y se acercó para darle el acostumbrado beso, pero no encontró a nadie en el ataúd, entonces gritó con voz muy fuerte:
Ven, Eduardo, aquí está nuestro hijo, no te vayas.
Yo no soy Eduardo se escuchó al final del pasillo, soy Odraude Zaid, Odraude Zaid. Y se escuchó un golpe seco en la puerta como si alguien hubiese salido de prisa y de mal genio.
Raquel encendió la luz, estaba angustiaba por la ausencia del difunto por lo que  decidió llamar a la policía:
Se han robado el cadáver de mi  patrón, ¡vengan por favor, se lo han robado!  ¿Pueden venir? Esta mañana estaba aquí  y ahora no está. y les dio la dirección de la casa.
Al otro lado de la línea  creyeron que se trataba de una de las acostumbradas bromas de la gente, sin embargo, enviaron  una patrulla para cerciorarse de la realidad.
La puerta estaba abierta.  Los dos agentes encontraron un ataúd sin señales de haber sido utilizado y a una mujer que acariciaba un oso de peluche.
Gracias, por venir. Les presento a mi hijo dijo mostrándoles su osito. Su papá murió anoche y esta mañana vinieron unos hombres y se lo robaron. Eduardo quiso que nuestro hijo llevara su nombre, pero al revés, quería que fuera distinto a él, por eso lo bautizamos Odraude. ¿Lo ven? Es lindo. ¡Ya le doy su tetero, hijito! Duerme mi niño que ya casi llega tu padre.
Los agentes la tomaron del brazo; ella no opuso resistencia y fue llevada a una clínica siquiátrica donde le hicieron los exámenes de rigor.


Varios días después Eduardo Díaz regresó de su largo viaje de negocios y no encontró  en casa a Raquel. Todo estaba en orden,  lo único extraño era un ataúd en la sala con su correspondiente factura. Esa misma tarde se enteró que a su fiel empleada, Raquel Aguirre, la soledad le había pasado su cuenta de cobro.

Guillermo Quijano Rueda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario