―Con permiso, eh?
No tardo, gracias ―y Eduardo Díaz
se acostó en el frío ataúd
que descansaba en la sala de la casa desde hacía dos meses y
medio cuando comenzó a desear su muerte. Antes de cerrar la
tapa, comenzó a dar órdenes. Raquel,
su criada, lo observaba, como siempre, detrás de la puerta.
― ¡Que
nadie me moleste! ¡Eduardo Díaz ya no existe!
Ahora, cuando me acorralan las deudas y me echaron del trabajo, ¿qué
más da acostarme a descansar un poco más?
A todos mis acreedores díganles que morí,
que carezco de familia que les pueda pagar mis deudas. Que no molesten. Voy a
morir de a poco para volver a nacer. ¡Creo en la sublime reencarnación! volveré
a nacer en una vida distinta, sin las desgracias de esta. ¡No más
borrascas!, quiero otros mares
tranquilos.
Raquel se dio
cuenta que el patrón no estaba en sus cabales; siempre le había obedecido en
todo, hasta en aquellos momentos en que se volvía un adolescente tierno y
después de la cena jugaban a los enamorados. ¿Por qué contradecirlo ahora?
Miró a lado y lado, santiguándose con profunda
reverencia. Lentamente cerró la tapa y
el silencio invadió el recinto. Durante varias noches se le escuchó gritar por
los pasillos de la casa ¿En dónde está mi desayuno? ¡Raquel, Raquel! Luego se
duchaba y comenzaba una canción de cuna: Yo me llamo Odraude, Odraude Zaid, me
gustan las vacas, las vacaciones, yo soy Odraude…
Los días fueron
pasando y Raquel se convencía de que
Eduardo estaba muerto y que los ruidos nocturnos eran los de su alma,
penando; por ese tiempo comenzó a sentir en su vientre unos ligeros movimientos
que fueron acrecentándose con el transcurso de los días.
Cada mañana,
Raquel llegaba hasta el ataúd, levantaba con cautela la tapa y regalaba a
Eduardo una sonrisa y un tierno beso en la frente; cuando esto ocurría sentía
el calor de su cuerpo y notaba que manos
y ojos se movían en señal de aceptación, pero sólo atinaba a pensar ¡Cuánto te
amo!
Las noches siguientes
se tornaron más largas, los ruidos
fueron disminuyendo y cuando Raquel
consideró oportuno comunicarle su embarazo, bajó a la sala y en medio de la
oscuridad confesó:
―Vas a ser padre,
Eduardo, aquí tengo a nuestro hijo, y se acercó
para darle el acostumbrado beso, pero no encontró a nadie en el ataúd,
entonces gritó con voz muy fuerte:
―Ven, Eduardo, aquí
está nuestro hijo, no te vayas.
―Yo no soy Eduardo ―se escuchó
al final del pasillo, ―soy Odraude Zaid,
Odraude Zaid. Y se escuchó un golpe seco en la puerta como si
alguien hubiese salido de prisa y de mal genio.
Raquel encendió la
luz, estaba angustiaba por la ausencia del difunto por lo que decidió llamar a la policía:
― Se han robado el
cadáver de mi
patrón, ¡vengan por favor,
se lo han robado! ¿Pueden
venir? Esta mañana estaba aquí y ahora no está. ―y les dio la
dirección de la casa.
Al otro lado de la
línea creyeron que se trataba de una de
las acostumbradas bromas de la gente, sin embargo, enviaron una patrulla para cerciorarse de la realidad.
La puerta estaba
abierta. Los dos agentes encontraron un
ataúd sin señales de haber sido utilizado y a una mujer que acariciaba un oso
de peluche.
―Gracias, por
venir. Les presento a mi hijo – dijo mostrándoles
su osito. ―Su papá
murió anoche y esta mañana
vinieron unos hombres y se lo robaron. Eduardo quiso que nuestro hijo llevara
su nombre, pero al revés, quería que fuera distinto a él, por eso lo bautizamos
Odraude. ¿Lo ven? Es lindo. ¡Ya le doy su tetero, hijito! Duerme mi niño que ya
casi llega tu padre.
Los agentes la
tomaron del brazo; ella no opuso resistencia y fue llevada a una clínica
siquiátrica donde le hicieron los exámenes de rigor.
Varios días
después Eduardo Díaz regresó de su largo viaje de negocios y no encontró en casa a Raquel. Todo estaba en orden, lo único extraño era un ataúd en la sala con
su correspondiente factura. Esa misma tarde se enteró que a su fiel empleada,
Raquel Aguirre, la soledad le había pasado su cuenta de cobro.
Guillermo Quijano Rueda.
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